Don Eduardo Castilla y la Farmacia Blanca

EN MI BARRIO

El jarabe “Concreto” para la tos; el expectorante Castilla; el remedio para secar los ojos de pescado; la glicerina con merthiolate para las amígdalas… Mucha miel, y árnica, aceite de castor o de ricino, tintura de benjuí, alcohol salicílico, valeriana, bórax, boldo, ruibarbo, azul de metileno, sales de Epsom y de Glauber, tilo, mentol cristalizado, ácido bórico, bromuro de potasio, extracto fluido de cola, jarabe de canela.

¿Cuántas maravillas había en los pomos de la Farmacia Blanca? ¿Y cuánto saber en la mente de este brillante y muy querido farmaceuta que marcó una larga época en la calle de la Media Luna?

Médico no era, como lo creían muchos por lo infalible de sus remedios. Era químico farmacéutico y de los muy buenos que graduó la Universidad de Cartagena, donde también fue un profesor muy apreciado y con cuya bandera se cubrió su féretro, a su muerte, hace algunos pocos años, a los 93 cumplidos.

La farmacia la había comprado a crédito en 1945. Originalmente era una sucursal de la farmacia Santa Teresita, cuya sede principal quedaba en la calle Primera de Badillo y era de un chipriota de apellido Asadi. Don Eduardo la rebautizó como Farmacia Blanca y así permanecería hasta su cierre, más de seis décadas después, en el mismo sitio, frente a la Obra Pía, en la Media Luna.

La carrera de química farmaceútica apenas estaba comenzando en la universidad. Fue uno de los primeros en anotarse. Se graduó en 1950, como lo recuerda claramente su hermana Elvia, con 83 años y a quien nunca más le volvió a dar una gripa desde que Eduardo le dio un preparado con base de miel de abejas cuando ella era “joven y bella”, según nos recuerda en medio de risas.

La familia era de Turbaco. Eduardo y Elvia se llevaban unos treinta años. Aún así había mucha cercanía y ella disfrutaba pasando por la farmacia después de estudiar o en sus primeros años de trabajo. 

“Siempre lo recuerdo como un trompito, inquieto, queriendo atender a todo el mundo. Yo llegaba y antes de hablarme tenía que atender a diez personas. No me dejaba ir. -Espérate ahí-, me decía. ¡Es que eso siempre pasaba lleno!”.

Y no era para menos: muchos médicos de prestigio enviaban a sus pacientes directo a que los formulara don Eduardo. Podía abrir a las siete de la mañana y cerrar hasta las nueve de la noche, acompañado casi siempre de su esposa, la panameña Elvira Olmos de Castilla, quien le ayudaba en lo administrativo y a atender a la clientela general, pero nunca en las preparaciones. Don Eduardo no le dejaba meter mano a nadie en su mesa y sus morteros. Sin excepciones.

A Elvia le preocupaba el cierre tan tarde, sobre todo en las épocas en que la calle estuvo dura. “No te preocupes, aquí todos me quieren y hasta me ayudan a cerrar la reja”, le decía él. Lo recuerdan muchísimos getsemanicenses. Hasta Edelmira Massa tiene memorias infantiles de ver a Delia Zapata, su mamá, entrar a la farmacia para saludar a ese buen amigo. 

La casa de familia la tuvieron en Manga, por la avenida del Cementerio. Con su esposa tuvieron una hija y dos varones, uno de los cuales intentó mantener la farmacia cuando la salud de don Eduardo ya flaqueaba e incluso después de su muerte. Pero los tiempos habían cambiado. De la botica con farmaceuta propio, que hacía las preparaciones frente al cliente, se pasó a la época actual con miles de marcas comerciales de todo y para todo. ¿Quién pide hoy que le hagan una tintura para los hongos o una preparación tópica para un “nacido” o para quitarse un “ojo de pescado”? En la memoria de muchos cartageneros no hay nada mejor que una fórmula magistral de la Farmacia Blanca.