“Esto es muy lindo”, dice Boris Campillo al recibir el cariño de los vecinos, que tantos años después lo siguen reconociendo, saludando y abrazando en la calle. Nueva York no le ha quitado el aguaje caribe: camisa de colores degradados, pantalón ancho y gafas Ray Ban. Ahora está de vacaciones, cambiando las nevadas del norte por el calor de su gente y de su barrio.
Nació en la calle Lomba, en el antiguo pasaje de la señora Concha Marín, hoy casa de la familia Pérez. Vivió en los pasajes más grandes que tuvo el barrio: el Quinto Patio en el callejón Angosto; el pasaje de la señora Deyanira en la calle del Pozo; y el pasaje de la familia Julio, en el callejón Ancho. Lo terminó de criar una tía y desde pequeño empezó la lucha para salir adelante.
Cuando era niño les ayudaba a las señoras con sus bolsas de mercado, las acompañaba hasta el bus y ellas le pagaban con una moneda. Recuerda que los encargados de los cuartos fríos del Mercado Público les regalaban bananos. “Luego los vendíamos por pilitas”. También vendió lotería allí. “Eso no era algo malo. Al contrario: lo veían a uno como un pelao trabajador y echao pa’lante”, cuenta.
Pero también era travieso, como los muchachos de entonces. “A Manga íbamos a robar mango. Salíamos en la tarde a meternos en los patios ajenos”. Y también fue de los que se iban a nadar desnudos en el Puente Román cuando caía un aguacerón. “Eso era parte del crecimiento. También lo era ir al teatro Padilla, ver películas y a revender boletas, que nos producía un dinero extra.
El deporte siempre fue lo suyo, pero el baloncesto no fue su primer amor, sino el fútbol. Por las tardes jugaba ‘golito’ en el Pedregal, en lo que ellos llamaban El Maracaná, donde ahora está el nuevo parque con máquinas de ejercicio.
Al baloncesto lo conoció años más tarde, de mano de su amigo William Madrid, getsemanicense. “Tuve la fortuna de tener talento y que mis entrenadores me ayudaron a fortalecerlo”, dice. Boris representó al departamento y luego al país desde los catorce años. A los diecinueve entró a la categoría profesional, al mismo tiempo que empezó a ser entrenador en colegios de la ciudad. “Fueron más de treinta años dedicado de manera ininterrumpida a este deporte”, dice.
El reto estaba en combinar el estudio, el deporte y la vida de un joven de barrio. No fue fácil, más por la situación económica de su familia. “Salíamos de estudiar y nos íbamos de una a la cancha. El baloncesto tiene una magia que embruja y uno se embirria, como dicen. Entrenábamos en el Parque Centenario de dos a tres horas y después a jugar fútbol hasta altas horas de la noche. Aquí venía a buscarme mi tía para que fuera hacer las tareas y yo lo que quería era seguir tirando balón”.
“Viví la época de violencia del barrio, cuando se perdió la plaza de la Trinidad. Ni nos podíamos sentar ahí porque en cualquier momento había balacera entre ellos. En esa época el barrio estaba muy dividido por sectores; siempre hablábamos los del Centenario, Las Palmas y así. Lo que unió al barrio fue el deporte: a través del golito se empiezan a crear torneos de microfútbol y de ahí a unir las calles para hacer los equipos. Ya después eso perduró para siempre. Ahora no se mira la gente por sectores, sino que todos somos getsemanicenses”.
Fue una época en la que muchos migraron del barrio. Cuando tenía unos treinta años su amigo Random Teherán, también un gran basquetbolista, le planteó la posibilidad de irse a vivir a los Estados Unidos. Primero Miami y después Nueva York, donde comenzó a trabajar en una empresa de mudanza y se estableció. “Ha sido mi único empleo allá”, dice. Agrega que conformó una compañía de merchandising, que funciona actualmente. Vive con dos de sus hijos y los otros dos permanecen en Colombia.
“La vida de un getsemanicense en otro lugar es difícil al principio, porque hace falta pararse en las esquinas, el clima, las comidas. Después la transición se va haciendo poco a poco”, remata con nostalgia.