Foto: Marcos Acevedo

Luisa Álvarez o el color del retorno

SOY GETSEMANÍ

Vivió muchos años en la felicidad colorida de Curazao creando y diseñando hoteles, resorts, restaurantes, casas y tiendas especializadas en el ejercicio de su profesión de arquitecta y su vocación de pintora. Pero un día le pudieron las ganas de regresar a su calle Larga, en Getsemaní, donde creció feliz y dejó raíces.


En realidad, Luisa Carlota Álvarez Mendoza lo que le apasiona con todo su corazón es el arte de ser pintora. Lo supo muy temprano, quizás desde los tres o cuatro años, según recuerda. 

En 1983 recibió el diploma de bachiller y el de Artes Plásticas, tras sus estudios en la Escuela de Bellas Artes, en San Diego. Obviamente, el sueño era estudiar pintura en París, pero la realidad se mostró de otra forma.

Su padre había muerto pocos años atrás. Su madre le ofreció lo mejor que se podía en la ciudad. La carrera que más se le acercaba a su afinidad por las artes era la de arquitectura. En la Universidad Jorge Tadeo Lozano, esa facultad reunía a un grupo de académicos, arquitectos y restauradores que fueron y han sido determinantes para la ciudad. 

Su mamá, Ángela Mendoza Cedrón, habló entonces con el rector Augusto de Pombo Pareja, quien les ofreció una beca y este se convirtió en su camino profesional.


Pinceles y arquitectura

Pero es mejor retroceder un poco y explicar por qué Luisa y su familia llegaron a la calle Larga. La abuela paterna Amada Munzón Barrios, matriarca de las de aquella época, y su tía Matilde Antonia Álvarez Munzón eran comerciantes y distribuidoras de carne y abasto en el Mercado Público, ubicado donde hoy está el Centro de Convenciones. Los tíos José Matías, Clemente, Emigdio, Milciades, Epifanio y su papá, Luis Carlos ‘El Lulo’ Álvarez fueron sus distribuidores y coordinadores. El negocio era bueno y dio para un bienestar de todos.

Al comienzo el hogar de Luis Carlos, Ángela y sus hijas Amada y Luisa, vivió cerca de la plaza de Santo Domingo, en el Centro, pero cuando ella tenía unos cuatro años se mudaron a la calle Larga, donde hoy funciona el IPCC. Algunos tíos vivían en el Pasaje Leclerc o en la órbita de esa calle y del Mercado Público.

“Después vivimos en el edificio Char que ahora es un hotel, en un apartamento muy bonito, tipo loft, con el espacio social abajo, una escalera redonda y las habitaciones arriba. Era muy moderno para la época y creo que todavía son así”, rememora Luisa.

“Me tocó un mercado alegre, colorido, nutrido de gente, que tenía un movimiento desde tempranas horas de la madrugada; se escuchaban por aquí los pregoneros, las carretillas, los camiones y los buses que venían con frutas de los pueblos. Era muy fácil cruzar la calle a pie para la avenida del Arsenal, donde se encontraban la mayoría de ventas de pescado, carnes de todas las verduras, tubérculos, los maíces y las artesanías”, nos cuenta Luisa.

A comienzos de los años 70 la abuela le regaló a su hijo Luis Carlos la casa de la calle Larga que sería el hogar definitivo y que todavía habitan Amada y Luisa. En 1978 el Mercado Público fue trasladado a Bazurto y la familia grande decidió no seguir con el negocio en esas circunstancias. Luisa tenía entonces catorce años.


Un barrio desconocido

El Getsemaní que vivió Luisa en su juventud fue parcialmente externo, por una filosofía de su madre. “Para protegernos un poco, pienso ahora, porque había algunas calles que no tenían una seguridad garantizada, afortunadamente todo esto mejoró y transformó al barrio”, reflexiona Ángela.

Las instrucciones de doña Ángela para ir a la Femenina, en la Media Luna, eran muy precisas: “Hasta la iglesia de la Tercera Orden, doblar y derecho hasta la Obra Pía. Lo mismo de regreso y en los recorridos hacia el Centro, derecho por la calle Larga cruzas por la rotonda de Pedro de Heredia con mucho cuidado”

“Esa relación con Getsemaní evoluciona cuando estoy haciendo cuarto o quinto semestre de arquitectura y me motivé para el voluntariado con una fachada que escogí en la calle del Pozo”. La idea era ayudar a recuperar la pátina antigua del color de esas casas. Era el año 87. Luisa recuerda que entonces ya había una movida de jóvenes para recuperar el barrio a través de iniciativas que luego se concretaron como Gimaní Cultural y otras iniciativas culturales y de poesía. 

Ella misma, con ese nuevo momento personal y del barrio, puso su granito de arena. Por algunos meses tuvo como oficio académico acompañar a Gerald y Henk, estudiantes de la Universidad de Delft, en Holanda, que venían hacer su tesis de grado sobre los estudios y recuperación de fachadas y del entorno paisajístico y conservación de la plaza de la Trinidad. Los guió no solo por el barrio sino por bibliotecas y sitios del Centro Histórico. Holanda luego sería importante para ella.



El ancho mundo

Al final los buenos maestros la enamoraron de la arquitectura. Hizo su tesis, que fue laureada, sobre la arquitectura funeraria del cementerio Santa Cruz de Manga y le llegó una beca de intercambios para hacer unos estudios en preservación de fortificaciones en el Caribe, en la Universidad de Florida, en Gainesville, lo cual le venía muy bien siendo cartagenera y crecida entre fortificaciones y monumentos. 

Pero entonces no quiso regresar sino darse la vuelta para conocer algo más del mundo: las islas del Caribe, desde Florida, la costa atlántica de Estados Unidos, Nueva York, la costa norte de España y por la París que soñó en su infancia.

Y así terminó en el protectorado holandés en Curazao. “Uno de los proyectos más interesantes que realicé allí se llama Kontiki Beach Resort, un hotel de la cadena Van Der Valk”. Su faceta de artista le ayudaba a pensar de una manera poco convencional, que contrastaba con la formalidad de los holandeses. “Yo les presentaba el proyecto no como un render típico sino como si fuera una acuarela, tanto en planta como en mano alzada”, describe.

Allá hizo amigos, la acogieron diversas familias, dándole apoyo y mucho calor fraternal. Pero su mamá y su calle Larga quedaban a un par de horas en avión, así que venía con mucha frecuencia. 


Una ida y un regreso.

“Decidí regresar cuando sentí que mi cuerpo quería descansar tras casi dos décadas de trabajo intenso. Empecé a revalorar cosas como montar la bicicleta, disfrutar de la brisa y la simpleza que ofrece la vida”.

“Cada una de las veces que venía a visitar a mi familia iba comparando con detenimiento la ciudad que dejé y la ciudad que me iba encontrando, detenida en el tiempo y sus problemas. Aún tengo una serie de preocupaciones como ciudadana por el manejo que le dan a ciertos temas en el centro histórico y algunos en la ciudad”, resume.

Empezó a interesarse por la situación de los pintores de la ciudad, al punto que fue electa por ellos como ‘concejal de las artes plásticas’, en una iniciativa del IPCC. Por esa vía armó un par de exposiciones colectivas de las que se siente orgullosa. Y en medio de la pandemia decidió que una buena manera de ayudar era montar una galería de artistas locales.


Doña Ángela Mendoza Cedrón

Por muchos años Doña Ángela Mendoza Cedrón fue una ama de casa dependiente de su esposo, Luis Carlos Álvarez y de sus hijas Amada y Luisa. La economía del hogar no era un tema de preocupación.

Sin embargo, la sorpresiva muerte de Luis Carlos la obligó a cambiar y de ahí surgió una nueva Ángela guerrera y emprendedora, pero al mismo tiempo independiente y solidaria. “Es la que se recuerda en Getsemaní”, dice Luisa.

A su rescate vino Candelaria Rodríguez, una vecina de la calle Larga que tuvo buena relación de amigas con ella y su esposo Luis Carlos y cuyos hijos habían sido compañeros de juego de Amada y Luisa. Candelaria había tenido un restaurante para una clientela que trabajaba en los entornos del Mercado Público. Pero cuando el mercado fue trasladado a Bazurto y salió favorecida con una casa en Los Caracoles cerró su restaurante y se lo cedió a su amiga Ángela, con toda la infraestructura, para que montara el suyo.

Pero había un problema fundamental: Ángela nunca había sido cocinera de grandes recetas secretas y sazón espectacular. Desde siempre habían tenido muchacha para que le apoyara en los temas del hogar. Así que Candelaria –muchas veces ambas con lágrimas en los ojos por la muerte reciente de Luis Carlos– le empezó a enseñar sus recetas secretas.

Así, a punta de disciplina, Ángela se convirtió en una gran cocinera. En el recuerdo de sus comensales dejó las sopas frescas y caseras, el cohete apanado con huevo, el higadete, el ajiaco de carne salada, el plátano en tentación, el kibbeh y tantas otras recetas que ahora se consiguen poco en el Centro y Getsemaní.

Desde el principio tuvo claro que los clientes necesitaban un buen almuerzo casero, a precio razonable y con sazón de hogar. El negocio empezó en la mesa del comedor familiar. Luego ampliaron a un par de mesas auxiliares, luego otra en el pasillo. Primero tres, luego diez, veinte, cincuenta… hasta que llegaron a atender ochenta comensales o más en el primer piso de la casa.

Eso era todo y era suficiente: almuerzo de lunes a viernes y quizás el sábado para un puñado de clientes que no querían almorzar en ningún otro lugar si no era ahí. Hacia las dos de la tarde comenzaba el aseo y puesta en orden de la casa, que quedaba hasta con el florero en su lugar. A las cuatro de la tarde nadie habría sospechado la frenética actividad del mediodía.

Y aunque Amada y Luisa se abrieron paso por la vida, Ángela no cerró nunca su restaurante. Incluso en su vejez dirigía desde su silla y ayudaba a preparar las comidas. Nunca dejó de ser una buena consejera para quien le contaba sus cosas y procuraba ayudar incluso más allá de lo que podía. Nadie se le quedaba sin comer, así no tuviera con qué pagarle. Murió a los 80 años, en 2007. Con ella cerró también aquel espacio de familiaridad y buen sabor inolvidable para tantos que pasaron por allí.