Una vida dando a luz

SOY GETSEMANÍ

Dominga Pérez estaba tranquila en la mecedora de la sala de su casa en Papayal, a eso de las tres de la tarde. De pronto asoma Aníbal Amador y abre la reja con la confianza de un viejo amigo.

–Seño, ¿usted me recuerda? –le pregunta el recién llegado. Dominga duda. Quiere ser amable, pero no lo recuerda. Se lo dice.

–¡Pero si usted me recibió cuando nací! Yo soy el hijo de Esther María –le dice Ánibal.

Eso le aclara la memoria –Ah sí. ¡Tú sí que eras bien llorón cuando naciste!–.

Sus manos recibieron en este mundo a tantos getsemanicenses que si hicieran fila en La Trinidad quizás llegarían hasta la Calle Larga o mucho más allá. Antes de comenzar a desgranar su historia se termina de comer el pan con gaseosa que tenía en la mano cuando llegamos.

Mientras conversamos llegaron dos personas en momentos distintos para pedir dinero. En ambas ocasiones sacó del pecho un monedero para darles monedas. Su mano y sus gestos son firmes para su edad. Noventa y cinco años y sigue intacta.

Su casa es amplia y modesta. En cada espacio hay retratos de ella con sus tres hijos -todos profesionales y de los que vive muy orgullosa-, con sus nietos y con su esposo, el recordado profesor Fortunato Escandón, quien falleció hace algunos meses. Recordarlo aún la hace llorar. “Vivimos 67 años juntos, toda una vida. Me duele, pero es la ley de la vida”. Curiosamente en sus anécdota se refiere a él como “El Profe”.


Los comienzos

“Yo conocía a la directora del hospital Santa Clara en aquella época. En una conversación le dije Ay seño, yo quisiera aprender enfermería. Ella me dice:  Yo te ayudo, tranquila. Me avisas cuando te quieres presentar. Otro día me la volví a encontrar y le comenté que quería retirarme de mi trabajo. Entonces me dio una tarjeta y que me esperaba el lunes. Así fue. En esa época tenía quizás 28 años”.

“Después de trabajar en el Santa Clara le pedí que me pasara a la Maternidad, porque yo quería aprender parto. Ella habló con el director de la otra clinica y me mandaron para allá, donde me hice amiga del doctor Milanés Padrón, que era el director. Luego hubo una convocatoria para mandar una enfermeras a la Clínica los Ángeles, en Barranquilla. Dentro de las tres candidatas me mandaron a mí por un  año y medio. Después pedí una licencia y no fui más”.

“El doctor Milanés me había certificado que yo había aprendido a atender partos. Me regresé a Cartagena, conocí al profesor Escandón, formalicé mi hogar en Getsemaní y empecé a trabajar de manera particular. El Profe era muy amigo del doctor  Caballero y él me mandaba a mi atender partos a Bocagrande y a Manga”.


La luz en Getsemaní

“Los partos que atendí en Getsemaní son innumerables. Hubo una noche que atendí tres partos, amanecí en el patio de mi casa en una banca con el maletín tirado en el piso. Esa fue mi vida. Trabajé duro, pero no me arrepiento”.

“Recuerdo que recibí  a la reina vitalicia de Cabildo, Nilda Meléndez. Lo más curioso es que ocho días antes yo había dado a luz a mi hijo. A cualquier hora me tocaban la puerta para ir atender un parto. Era muy chistoso porque a las dos o tres de la mañana me veían con un hombre, ¡pero era el esposo de la que parió!”.

“También le atendí el parto a Esther María, de su hijo Anibal Amador; a Juan Carlos Coronel, el cantante, que vivía en la calle de la Sierpe; a Chichí, Iluminada Ramirez, le atendí siete partos. El esposo de ella era carnicero y siempre me pagaba con billetes de a cien pesos. Cuando pasaba el tiempo y al niño se le caía el ombligo yo iba a cobrar mis billeticos”


Tres décadas

“Viví en Getsemaní 32 años en la calle del Espiritu Santo y allá saqué a mis tres hijos profesionales: mi hija mayor, abogada; el segundo, odontólogo y la tercera, profesora”.

“Yo era de las mejores parteras. Tenía mi maletín de cuero que me había regalado el doctor Senén Pérez, donde guardaba mis pinzas de agarrar el ombligo, mis tijeras y me vestía con mi uniforme de enfermera, no era una partera cualquiera. Otra partera en el barrio era Josefa Bonfante. Yo le enseñé a Libia de la Rosa. Yo cobraba por parto 15 mil o 20 mil pesos y a veces no cobraba nada si la persona que no tenía plata”.

“Algunas veces tuve problemas, por supuesto. Recuerdo a una señora que ya le había atendido dos partos. El tercero lo tuvo sin complicaciones, pero le seguía doliendo y tenía la barriga igual de grande. Se la toqué y encontré tenía otro, un gemelo. La moví, le hice todo lo que sabía y salió la otra niñita”.

“Un día me buscaron para atender un parto a una sobrina mía. Era un 24 de diciembre y el doctor Milanés se había ido con El Profe para Turbaco. A ella le dio una hemorragia. Sangraba, sangraba y nada que paraba. Desde ese momento soy devota de la virgen del Carmen. Salí al patio y la luna estaba clara y pensando en el dolor de mi sobrina dije: Ay virgen Santa, ilumíname. ¿Qué debo hacer?–. Entré a la recamara, me puse los guantes y fui sacando la placenta poquito a poquito. Salió y paró la hemorragia. Desde ese día me puse este escapulario y nunca más me lo he quitado”.

“Me siento muy complacida y bien vivida por haber recibido a tanta gente. Nunca fui vanidosa ni nada de eso, pero si me siento satisfecha y complacida por haber cumplido mi objetivo que yo misma me tracé”, dice orgullosa.

Parteras de leyenda

Dominga representa una estirpe que ya no se ve más en nuestros tiempos de cesáreas programadas y partos en clínica. Desde hace más de un siglo hay registros de parteras legendarias y todavía hay generaciones de getsemanicenses que vieron la luz en su propia casa y atendidos por la sabiduría de estas mujeres. Varios testimonios y registros bibliográficos dan cuenta de esta vieja práctica.

Una de estas fuentes señala que las parteras tradicionales “recibían a los niños y niñas recién nacidos del barrio mientras que poco a poco en el territorio prosperaba la medicina; la calle de las Chancletas y la Media Luna fueron uno de los lugares donde cientos de nativos llegaban para que estas mujeres atendieran sus partos” y agrega que ellas “también hacían parte de las familias que asistían, los vínculos traspasaba los límites de la sola asistencia, hasta convertirse en consultoras sabias”.

  • Doña Carmen del Arco. Más que tía fue tutora y educadora de Jorge Artel, el recordado escritor, periodista y crítico colombiano, a quien trajo al mundo. Fue la maestra de muchas que le siguieron en el camino de la partería.
  • Josefa Bonfante Vargas.  Muy recordada todavía. Vivió en la calle del Espíritu Santo y tenía la bendición de Carmen de Arco. “Al quedar viuda a los 24 años dedicó su vida a la noble profesión de partera, hasta los 83 años”, según testimonio de Mercedes Gaviria de Corcho, maestra getsemanicense. Tenía buen ojo clínico y las cuentas le daban que había recibido a más de 1.000 niños “en cualquier posición que se les presentara”. A pesar de ello “nunca descuidó sus labores domésticas. Diariamente iba al mercado por la comida, era la consejera de todos los que estábamos cerca de ella y en esa relación filial, empezamos a sentir por ella un respeto reverencial”. Se cuenta que crió a “más de tres generaciones” y que murió el l2 de noviembre de l985, mientras “estaba durmiendo, sin agonía, en un reposo de alma noble”.
  • Libia Caraballo Barbosa. “Carmen de Arco me enseñó y de ella bebí toda la práctica para llamarme la partera de Getsemaní, Yo, viendo la dificultad de la situación, me tocó con mucho cariño en mi interior lanzarme a la lucha del trabajo para completar la satisfacción de las necesidades mínimas”, según recoge un testimonio dado por ella. “No había noches ni días para que la gente querida de Getsemaní no fuera a tocar mi puerta”.
  • Cástula Acosta. Madre del profesor Fortunato Escandón, cuyo padre era a su vez un reconocido médico. “Mi madre hizo parte de la vocación médica de mi padre. Atendía a gentes procedentes de varias regiones de la costa, las cuales eran hospedadas en su casa de la calle de Las Palmas, donde permanecían hasta lograr su recuperación. Además, mi madre practicó con sensibilidad humana el oficio de comadrona y de curiosa”. “La señora Cástula, había venido de un pueblo de Córdoba. Con su andar recorrido de matrona, que encerraba los secretos de la naturaleza, brindaba con nobleza los beneficios de sus saberes, su casa era un remanso para el necesitado y esperanza de vida”, según la recordó su vecino Merardo Cisneros. “Figura en nuestra ciudad por sus hazañas propias, y recetas magistrales con buen acierto, por ser conocedora de los beneficios de las plantas, por lo que se destacó como curiosa”, dice otro testimonio.
  • Manuela Abad Guzmán. Graduada del primer grupo de la escuela de Cartagena como enfermera, “cumplió un récord en atender más de 5 mil partos”.

Para saber más:


  • Revista La Herencia Africana Vol. 1. Memorias. Artículo El Poder Matriarcal. Andrea Noriega. Universidad de Cartagena. 2016